Pensar que todo en la vida tiene lógica puede ser algo muy discutible. Por ejemplo, el hecho de que la carrera de Tostão acabase antes de lo previsto no por una lesión de rodilla ni de tobillo, sino por un problema ocular, quizás sea algo absolutamente fortuito. Aun así, desde el punto de vista simbólico, parece cobrar sentido. Al fin y al cabo, la genialidad de Eduardo Gonçalves de Andrade como futbolista procedía de los ojos, y del cerebro inmediatamente conectado con ellos. A este ariete de pequeña estatura podían faltarle muchas cosas, pero eso sí le sobraba: visión de juego. “Yo destacaba por los pases, los regates en corto, la llegada al área para marcar y, principalmente, mi capacidad de anticipar las jugadas”, explica en Tostão: recuerdos, opiniones y reflexiones sobre el fútbol, libro publicado por DBA en 1997. “Tenía varios defectos que fueron disminuyendo a lo largo del tiempo, gracias a muchos entrenamientos diarios: casi disparaba solo con la pierna izquierda, cabeceaba mal, con los ojos cerrados, tenía poca velocidad en los espacios medios y largos, chutaba flojo desde fuera del área. Mi técnica, mis condiciones atléticas y mi velocidad no conseguían seguir a mi raciocinio. Pensaba rápido, pero muchas veces no hacía lo que quería. Pero sí practicaba mucho la autocrítica, siempre pensaba que podía jugar mejor”.
Tostão no necesita decir que tenía una gran capacidad de autocrítica. La descripción anterior llega a ignorar que estamos hablando de un futbolista que fue titular en una de las líneas ofensivas con mayor talento de la historia, la de la selección brasileña campeona de la Copa Mundial de la FIFA™ en 1970, y que cambió para siempre la faz de un club, el Cruzeiro. Dirigido por su fútbol brillante, se convirtió en uno de los grandes de Brasil durante el decenio de 1960, época en la que el país sudamericano estaba repleto de pesos pesados, empezando por el Santos de Pelé.